Hay una cosa extraña en las lenguas élficas que inventó Tolkien, que a primera vista parece un gran fallo. Existen muchas de esas lenguas: el sindarin que predomina en los nombres de lugares y personajes de la Tierra Media, el ceremonioso quenya en el que se dan los nombres de los reyes, la canción de despedida de Galadriel y otros poemas, y también otros idiomas élficos con una presencia marginal. Pero se nos hace ver que todos ellos son lenguas emparentadas, descendientes de un «eldarin común» que hablaban los más antiguos elfos antes de la Primera Edad del mundo.
Y precisamente en ese detalle, que por otro lado hace que sea una invención lingüística magistral, es donde se encuentra el problema. Porque los elfos son eternamente longevos, así que ese desarrollo y ramificación de las lenguas, semejante al que experimentan los idiomas «de verdad» a lo largo de decenas de generaciones, se da en las lenguas élficas en el intervalo de solo unas pocas, o incluso una sola generación.
Elu Thingol, por poner un ejemplo extremo, fue uno de los líderes de los pueblos élficos que en el más remoto pasado emprendieron juntos la Marcha hacia las Tierras Imperecederas, según se cuenta en El Silmarillion, así que él debía de ser uno de los hablantes de aquel eldarin común, compartido con los otros clanes. Pero cuando en la Primera Edad, después de una separación de miles de años, se reencontró con los hijos de sus antiguos compañeros, hablaban lenguas completamente distintas, siendo la suya propia (el sindarin) la que más había cambiado en todo ese tiempo. Sería como si dos hermanos cuya lengua materna fuese el latín se encontrasen en su madurez uno hablando español y otro francés, solo porque vivieron separados y su forma de hablar hubiese cambiado de forma espontánea —no por influencias externas—. ¿Cómo podía ocurrir eso?
Este no es un problema que le pasase desapercibido a Tolkien, que tenía clara cuál era la respuesta. Después de terminar El Señor de los Anillos, escribió un texto llamado Dangweth Pengoloð («Las respuestas de Pengoloð» en sindarin), en el que un maestro de la tradición entre los elfos explica algunos enigmas de las antiguas historias de la Tierra Media. Y una de las preguntas a las que respondía era, precisamente, «¿Cómo cambiaron las lenguas de los elfos»?
Lo que contestaba el sabio Pengoloð era que los elfos se complacían inventando constantemente nuevas palabras, modificando los sonidos de su lengua y combinándolos de nuevas formas, para mantener la lengua viva, porque para ellos «el habla solo está completamente viva cuando nace». Las lenguas de los elfos, por tanto, cambiaban de forma consciente y deliberada como quien cambia su forma de vestir; no eran cambios que se sucedieran de forma inadvertida entre generaciones, como nos parece a los mortales.
Las leyes fonéticas de los elfos
Con esa idea resolvía el problema general; pero además incidía en un detalle sobre la forma en la que cambiaban los sonidos en particular. Decía que
ninguno de los eldar cambiaría un sonido en una sola palabra, sino un sonido en toda la estructura de la lengua; tampoco introduciría en una única palabra un sonido o una combinación de sonidos que no existiera antes, sino que reemplazaría un sonido anterior por el nuevo en todas las palabras que lo contuvieran, o si no en todas, en un conjunto de palabras seleccionadas según su forma y otros elementos, pues se basa en la nueva pauta que tiene en mente.
Lo que quería decir Pengoloð se entiende mejor con algunos ejemplos: tomemos la palabra quenya atan («hombre mortal») junto a su forma sindarin adan (como en dún-adan, «hombre del oeste», como le dijo Bilbo a Frodo para explicar por qué llamaba así a Trancos), y comparémoslo con las palabras correspondientes para «padre», que en quenya es atar y en sindarin adar. En esas dos palabras, como en multitud de otras, vemos una correspondencia entre el sonido de la t en quenya frente al de la d en sindarin siempre que precede una vocal. Pero es un cambio que no viene solo; ocurre lo mismo con la k en quenya frente a la g en sindarin (p.ej. en el nombre de Aegnor en El Silmarillion, que en su forma quenya era Aikanáro), siguiendo —como decía Pengoloð— una pauta fija: en sindarin, las antiguas consonantes «oclusivas sordas» (p, t, k) se hacen sistemáticamente sonoras (b, d, g, respectivamente) siempre que siguen a una vocal. Y la misma regularidad se ve en todos los cambios de los sonidos en las lenguas élficas.
Esos cambios sistemáticos en los sonidos de las lenguas son algo de lo más normal. En español, por ejemplo, tenemos la muy característica pérdida de la f inicial (por ejemplo en hormiga del latín formiga, hacer de facere, etc.). Y por supuesto está la más famosa de todas esas pautas de cambios fonéticos: la célebre «ley de Grimm», que define una serie de cambios en cadena, característicos de la evolución de las lenguas germánicas.
Los Junggrammatiker
Ahora bien, el énfasis que Tolkien hacía (a través de Pengoloð) sobre la regularidad y alcance de los cambios de los sonidos en los idiomas élficos, siguiendo una pauta «en toda la estructura de la lengua», iba más allá de las observaciones tradicionales sobre los cambios fonéticos. Cuando esos fenómenos comenzaron a estudiarse de forma rigurosa, en la época de Jacob Grimm (a comienzos del siglo XIX), se aceptaban sin mayor reparo y sin explicación excepciones e irregularidades, igual que cuando en la escuela enseñan tablas para conjugar los verbos según si su infinitivo termina en ‑ar, ‑er o ‑ir, pero luego el maestro dice que estar, ser o ir no siguen esas reglas, porque son verbos irregulares, y ahí se acaba todo.
Sabemos, sin embargo, que eso es solo una simplificación de la más compleja (e interesante) realidad. Y del mismo modo, una generación de filólogos alemanes a finales del siglo XIX, comprometidos con una forma de estudiar el lenguaje aun más rigurosa y científica de lo que se había hecho hasta la fecha, se dedicaron a buscar las causas de los cambios fonéticos, y también de sus excepciones. Estos serían los neogramáticos, la escuela de filólogos que a finales del siglo XIX y principios del XX protagonizó los últimos grandes días de la era dorada de su disciplina.
El título de «neogramáticos» es la traducción habitual de Junggrammatiker, el nombre con el que se autodenominó un colectivo de (relativamente) jóvenes académicos alemanes que revolucionaron la forma de hacer filología. Su traducción literal sería la de «jóvenes gramáticos», aunque el término alemán grammatiker en este contexto, más que a los especialistas en gramática, venía a designar la profesión más amplia de los «filólogos»: los intelectuales versados en lenguas, su literatura y su cultura. El nacimiento de este movimiento se asocia al de la revista Investigaciones morfológicas en el ámbito de las lenguas indogermánicas, para cuyo primer volumen, en 1878, los filólogos Hermann Osthoff y Karl Brugmann escribieron una introducción que acabó siendo conocida como el «manifiesto neogramático».
Se trata de un texto que comenta muchas cosas, pero la declaración más conocida del mismo es una que recuerda mucho a la explicación de Pengoloð sobre los cambios de las lenguas élficas:
Todo cambio de sonido, en la medida en que se produce mecánicamente, tiene lugar según leyes que no admiten excepción. Es decir, los cambios de sonido toman siempre la misma dirección para todos los miembros de una comunidad lingüística, excepto cuando se produce una separación entre dialectos; y todas las palabras en las que el sonido sujeto al cambio aparece en las mismas condiciones, se ven afectadas por el cambio sin excepción.
Hermann Osthoff y Karl Brugmann, 1878.
(Traducido del inglés en la edición de Lehmann, 1967.)
Aquel tipo de planteamientos sorprendió tanto por su osadía (¿cómo puede declararse que algo con tantas irregularidades como las lenguas humanas se desarrolla en base a leyes sin excepciones?) como por el rotundo éxito de sus resultados. Un año antes de que Osthoff y Brugmann publicaran su famoso manifiesto, el danés Karl Verner había protagonizado uno de esos éxitos, encontrando la explicación y el patrón que había en una de las excepciones más problemáticas de la ley de Grimm. Y muchos otros irían después.
Sin embargo, aunque ese sea el detalle más famoso de sus principios metodológicos, no es lo único que aportaron los neogramáticos que cambió el curso de la ciencia lingüística. Lo más importante, y lo que al cabo trascendió de forma más profunda, fue su forma de indagar los fenómenos lingüísticos con el más escrupuloso rigor científico, dejando de lado «teorías grises» que eran más bien propias de los ideales románticos, y atendiendo solo a los hechos lingüísticos observables.
El legado de Joe Wright
Tolkien tenía una razón con nombre propio para sentirse atraído por la forma de hacer filología de los neogramáticos, a pesar de que la época en la que hizo sus estudios, entrado el siglo XX, también fue el principio de su declive. Esa razón era el profesor Joseph Wright, que jugó un papel determinante en la vocación filológica de Tolkien en dos momentos de su vida. El primero de esos momentos, cuando Tolkien contaba con unos 16 años, fue resultado de una equivocación de un compañero de escuela, que compró el tratado sobre lengua gótica del profesor Wright (A Primer of Gothic Language) sin saber bien lo que era, y se lo revendió al joven Tolkien —que ya era conocido entre sus compañeros por su afición a las lenguas—. Más tarde, Tolkien comentaría que fue ese libro lo que despertó su amor por la filología, haciéndole descubrir el gozo de estudiar una lengua por el placer estético que produce en sí misma.
La segunda intervención de Joseph Wright en la vida de Tolkien fue más directa, durante su etapa universitaria, y hasta fue reflejada en el biopic que se hizo del autor en 2019 (aunque naturalmente no sucedió tal como se dramatiza en la película). El profesor Wright era el catedrático de filología comparada en Oxford, y Tolkien tuvo la fortuna de contar con su tutela, inspiración y amistad a lo largo de sus estudios y también en los años posteriores. El viejo catedrático le empujó en su vocación por la filología, gracias a la cual se sobrepuso a las calificaciones mediocres que obtuvo al examinarse de los clásicos, y consiguió brillar como estudiante de filología inglesa.
Como alumno de Wright, pues, Tolkien fue en cierto modo un heredero de los neogramáticos. En la apasionante vida de Joseph Wright (toda una historia que sería digna de su propia película, y que se puede leer en los dos volúmenes de la biografía que escribió su esposa), uno de los momentos cumbre fue su periodo de formación en la Universidad de Heidelberg, donde estudió con a los fundadores del movimiento neogramático; de hecho su tutor fue el mismísimo Hermann Osthoff, uno de los dos autores del «manifiesto». Joe Wright proclamaba orgulloso su pertenencia a los Junggrammatiker; y a su vuelta, como recuerda su esposa en las páginas de su biografía, «hizo más que ningún otro por la naturalización de la filología científica alemana en Inglaterra».
Otra de las cosas que Joseph Wright transmitió a Tolkien fue el interés por los dialectos de la lengua inglesa. El trabajo más grandioso de Wright fue, de hecho, el English Dialect Dictionary, que publicó en seis volúmenes entre 1898 y 1905, y que se considera la mayor obra que se ha hecho sobre la materia. Su interés se centraba principalmente en los dialectos de Yorkshire, su condado natal, al que el viejo profesor siempre se sintió muy unido. Y precisamente durante los años en los que estuvo trabajando en la Universidad de Leeds, en Yorkshire Occidental, Tolkien también prestó una gran dedicación al estudio de los dialectos de la región, lo que sin duda habría complacido a su antiguo maestro.
Durante aquellos años Tolkien fue miembro de la Yorkshire Dialect Society, que se fundó gracias al trabajo de Wright, y participó en sus reuniones y trabajos, aunque no tanto para el logro de méritos propios como apoyando los de otros. Walter E. Haigh fue uno de los principales autores con los que colobró, ayudándole a recoger palabras raras y citas para su glosario sobre el dialecto del distrito de Huddersfield, del cual Tolkien escribió la introducción.
El interés de Wright hacia los dialectos se asocia en parte al profundo amor que tenía por sus raíces locales, pero también es una seña de identidad de los fundadores del movimiento neogramático. Uno de los principios expuestos en el manifiesto firmado por Osthoff, el maestro de Wright, era, precisamente, la importancia de estudiar la «realidad tangible» de las lenguas vivas en el presente. La realidad fue, sin embargo, que los trabajos y resultados más notorios de los filólogos que siguieron la ola neogramática se centraron más en las lenguas antiguas que en las modernas. E irónicamente, la variedad y complejidad de los dialectos, y el interés mostrado en ellos por filólogos como Wright y Tolkien, fue una de las cosas que acabó frenando el avance de los neogramáticos a principios del siglo XX.
Tolkien mismo lo comentó en una de sus revisiones sobre las «obras generales de filología» en The Year's Work in English Studies:
Esto se podía esperar, pues la atención y el trabajo que al principio se aplicaban a las formas arcaicas, clásicas y escritas del lenguaje se han trasladado cada vez más a la lengua hablada y viva, con todas sus sutilezas y variedades, y la asombrosa complejidad de los fenómenos lingüísticos se ha vuelto cada vez más notable. Aun así, las minuciosas investigaciones sobre las «leyes fonéticas» y el escrutinio de sus aplicaciones conforme a las técnicas establecidas siguen dando frutos, y la validez de los resultados obtenidos dentro de sus límites no se ha podido refutar. Pero las dudas que se expresan a veces, sean sobre aspectos de detalle o sobre los fundamentos más filolsóficos y generales, son signos interesantes del parón y la incertidumbre presentes. Incluso los más férreos defensores de la opinión de que «las leyes fonéticas no admiten excepciones, cuando las condiciones son las mismas» admitirán que determinar si «las condiciones son las mismas» o no se ha vuelto una pregunta mucho más desconcertante e intricada de lo que otrora se pensaba.
J. R. R. Tolkien, The Year’s Work in English Studies (1924)
Esta cita demuestra un serio respeto por el tipo de filología practicada por los neogramáticos. (Me parece especialmente significativa la rigurosa precisión con la que, en un texto de naturaleza más bien retórica, Tolkien describía los éxitos de aquella metodología, señalando que «la validez de los resultados obtenidos dentro de sus límites no se ha podido refutar», es decir aludiendo a los principios del falsacionismo, que es la piedra angular del método científico moderno.) Pero al mismo tiempo deja ver cierto escepcticismo sobre su alcance.
Puede ser correcto decir que Tolkien fue un heredero de los neogramáticos, pero él no era Joseph Wright ni uno de los Junggrammatiker. Cuando empezó su carrera profesional, después de la Gran Guerra, la ola de los neogramáticos ya había pasado su cresta, y comenzaba a descender, en parte por algunos defectos de la puesta en práctica de sus principios. Quizás Tolkien supo reconocer esas limitaciones y problemas de la filología de los neogramáticos mejor que sus maestros, gracias en parte a la distancia, y puede que también por otras influencias que apuntaban a direcciones distintas que la de Joseph Wright. Pero eso es otra historia, que espero contar pronto en el próximo artículo.
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